Sucedió hace 50 años

A lo largo de la vida vas conociendo personas que no dejan ninguna huella en tí, son fruto de la ocasión, y sin embargo a otras las recuerdas durante muchos años o toda tu vida. Lo mismo pasa con los sucesos. La vida da para muchos lances que preferirías olvidar y sin embargo quedan grabadas de manera indeleble y serán una constante en tu memoria aunque preferirías olvidarlas. Te marcan, y además, tienes propensión a no contárselo a nadie, te lo quedas para tí y te marcan el camino para tu comportamiento posterior.

Estos días de primeros de junio del 2025 se van a producir dos efemérides que dejaron huella en mi existencia posterior. Aparentemente nada tienen que ver la una con la otra, pero en mi caso, están íntimamente ligadas por coincidir en el tiempo. Una de ellas es que el 6 de junio de 1975 me licencié de la «mili«. En aquel entonces no había objeción de conciencia activa por lo que había que ir a «servir a la Patria» sí o sí. Desde siempre he sido anti violencia, venga de donde venga, y sea de la manera que sea, y por lo tanto, soy anti armas. El dicho «Si vis pacem, para bellum» atribuido erróneamente a Julio César, no tiene ningún sentido. Si quieres la paz, prepara la paz.  He acompañado en muchas ocasiones a cazadores pero siempre me negué a coger el arma y disparar. Menos, todavía, a los animales que son seres vivos, aunque no soy animalista porque entiendo que,  si el animal es depredador «per se«, por qué el hombre no puede serlo sobre cualquier animal. Ellos no sólo se defienden cuando les atacan, también ellos atacan al que consideran inferior y puede suponer su sustento y el de su familia.

Después de casi 18 meses de «mili» en la Marina, de levantar la mano a un lado de la frente de manera constante, de decir miles de veces «sí señor» y «a sus órdenes» a la vez que me cuadraba, me tocó hacer la vuelta a casa, de guardar o quemar el uniforme de marinería que fue el mismo durante ese tiempo, azul en invierno y blanco en verano. Cuando el día anterior estaba preparando ya el petate, pasaba el tiempo despidiendome de mis compañeros de infortunio que allí se quedaban y preparaba la cena de despedida con los de mi quinta, el Capitán de Máquinas me hizo entrega de un Telegrama, algo que los menores de 30 años ni saben lo que es pero que en aquel tiempo era lo que el WatsHapp ahora, pero más lento. En aquella misiva, mi padre me anunciaba el fallecimiento de un ser muy querido por mí. Una persona que me había demostrado su cariño, que me mostraba, de manera clara y fehaciente, el respeto que me tenía a pesar de ser 18 años mayor que yo y que no le dolían prendas en solicitar mi contribución en aquello en lo que le podía ayudar, o mejor, mi asentimiento o repulsa sobre algo en lo que él necesitaba tener certezas. De esta manera tan extraña, dos acontecimientos tan dispares se juntaron en un momento crucial de mi vida. La conjunción de sentimientos tan dispares al mismo tiempo, por un lado la emoción de escapar ya de la pantomima que significaba para mí la mili y por otro lado la impresión emocional interior al perder a alguien tan querido y admirado por mí. Volvía a la vida civil, debía volver a mi trabajo que me tenían reservado, pero con una ausencia familiar muy difícil de cubrir.

                       Fiesta de despedida al licenciarnos de la mili.- Día 5 de Junio de 1975

Abandoné la Marina, salté por última vez a tierra desde el destructor que había sido mi aposento durante año y medio y precipitadamente volví a casa con la intención de llegar a tiempo para poder participar en las exequias fúnebres de mi tío, Gabriel Aresti Segurola. Sí, el poeta, el hombre que con su manera de escribir y de ser, revolucionó y convulsionó a una sociedad vasca inmersa en una dictadura, con su poesía, con la simple palabra escrita. Era mi tío, a pesar de que, en realidad, soy sobrino de su esposa Meli. Ésta era hermana de mi madre. Pero su boda se celebró cuando yo tenía 8 años, por lo tanto le sentía como de la familia, mi familia, mi tío. Y para él, era su sobrino y así lo indica en la dedicatoria que me escribió al regalarme su Diccionario «Batasunaren kutxa» «Euskal idazleen elkartea«. ¡Cómo explicarle a aquel Capitán de Máquinas de la Marina, con Franco todavía vivo y siendo miembro del Ejército español, que Gabriel era un poeta, un poeta maldito para muchos, aún hoy aunque menos, el mejor poeta vasco contemporáneo para otros, y en opinión general, un hombre clave para comprender la historia del País Vasco del momento que, con toda seguridad , iba a traspasar la barrera del tiempo por su relevancia social, por su aportación literaria y la trascendencia de su papel en la defensa de la linguística vasca, como así ha sido! ¡Cómo hacerle entender que mi tío hizo de la poesía un arma de lucha social en defensa de «la casa de mi padre» y de la «inmensa mayoría»!. ¿Qué significación podía tener para él la muerte de un hombre en las antípodas de lo que su uniforme representaba? A su pregunta de que ¡quién era Gabriel!, sólo le contesté: mi tío.

Ya han pasado 50 años de aquellas dos situaciones, pero siempre han estado presentes ambas en mi memoria, quizá por su coincidencia en el tiempo y por la impronta que me marcaron «a posteriori«. El paso del tiempo es inexorable y en la mayoría de las ocasiones sirve para que se pierdan los recuerdos de los hechos, a tener una selección dispersa de la evocación del pasado. Sin embargo, hay otros sucesos que permanecen perennes imposibles de borrar de nuestra memoria. Esto sucede a nivel personal, pero también acontece a nivel colectivo. En los próximos días, ya ha sucedido, se programarán un sinfín de eventos que pretenderán recordar al poeta Gabriel Aresti, distintos periodistas, críticos, escritores, incluso algunos políticos desde las instituciones locales, algunos que dicen ser sus amigos y  otros que dicen que le conocían bien, tratarán de volver a desentrañar quién era este personaje y qué significado tienen sus palabras tratando de descifrar lo que quiso decir y lo que no quiso decir en sus escritos . Dicho y hecho. En el mismo día conmemorativo de su deceso, en un periódico local se publican SEIS ARTÍCULOS tanto en euskera como en castellano, hablando de su figura, en muchas ocasiones sin ningún rigor, incluso algunos que ni siquiera le conocieron tratan de desentrañar primero y entender después, a través de su poesía, a la persona. Y esta faceta es la que a mí me interesa.

En cierta ocasión, mi tía, su viuda, me dijo que «no me interesa el Gabriel poeta, me interesa el Gabriel persona«, «yo no quise al poeta, quise al hombre que era«. Había que ver a aquel ser humano, todo vehemencia en su forma de comportarse, la ternura con la que se conducía ante su esposa e hijas según le iban naciendo. Aquella persona polemista, básico ante los demás, ante su familia, mujer e hijas, irradiaba un cariño como pocos. Cuando entraba por la puerta de su casa, allí en Irala, su semblante y su actitud mudaba, besaba a su esposa cogiéndola de la cintura y luego a sus hijas, acogiéndolas en sus brazos una a una. Era otro. En ese momento sabía que yo tenía que desaparecer, que era su momento, su espacio íntimo que yo no podía interrumpir. Sobraba. Sólo cambiaba cuando recibía visitas. Entonces, en el instante en que se encerraba con ellos en el pequeño salón, volvía el ser controvertido, el buscador de la polémica, el encantador del debate dialéctico y, por costumbre, con un afán siempre de vencer al adversario en cualquier tipo de discusión. Como dijo Mitxelena, «era como el toro bravo que (se) crece«.

Y era Meli, cuando el tono se elevaba por encima de las puertas cerradas, la que ponía la nota de cordura, invadiendo el territorio de la polémica con una delicadeza que apaciguaba el ánimo de los presentes, volviendo las conversaciones a unos cauces más sosegados. En ese instante, Gabriel sabía que era el momento de parar y lo hacía. En aquella época, años 1968-1970, yo solía ir mucho a su casa a pesar de que no vivíamos cerca. Me sentía a gusto en ella. Me encantaba llevarle la contraria cuando nos encontrábamos solos, a pesar de ser todavía un adolescente, me gustaba argüirle lo que él daba por verdad absoluta, no por saber tanto como él, que no era el caso, sino por el mero hecho de tener el placer de hablar con él. Debido a mis pocos años, además de estar saliendo de una vida monacal, todavía no era consciente de la labor literaria de Gabriel, y mucho menos de las implicaciones que podía tener, a futuro, su proyección a lo público en la sociedad euskaldun, su obra. No me percataba, todavía, de que su norte era estar a favor y luchar por el pueblo que le rodeaba, que vivía conviviendo con su trabajo de contable, a contracorriente, comprometido primero con Bilbao y después con la «Kantabria» que describe tantas veces y que, en realidad, es toda Euskal Herría. Poco a poco me fui dando cuenta que ese era su leitmotiv, su necesidad, su estandarte: hablar del pueblo y de sus gentes, dar al obrero el valor que él creía que debía tener, poner en el pedestal de sus versos el poder del pueblo. Y se encendía cuando hablaba de ello y a mí sólo me quedaba callar y asentir. Muchas veces, sin comprender.

                      14/10/1960.- Gabriel y Meli se casan.- Se les nota felices.- Yo tenía 8 años.-

Su verbo era crudo, violento en el gesto, directo, sin circunloquios, alzaba la voz, en demasiadas ocasiones se volvía colérico, sobrepasaba con su voz al contrario y no le daba cuartel, pero expresaba con claridad y con matices lo que quería manifestar. Utilizaba mucho la ironía, era su sentido del humor que no le abandonaría nunca, pero que no fue suficiente para ganar la batalla a su lucha interior. Esta faceta de su carácter dió mucho que hablar, pero a mí no me molestaba porque conmigo era amable y afable. En algunas de las muchas visitas que recibía en su casa, cuyas conversaciones, en su mayoría, eran en euskera, yo, con su permiso, me acurrucaba en un extremo del salón tratando de hacerme invisible y escuchaba lo que allí se decía sin entender ni una palabra, pero escudriñando la forma de expresarse de cada cual. Esas reuniones con Angel Zelaieta, Natxo de Felipe, los jóvenes miembros de Ez dot amairu a quienes trató de impulsar de varias maneras , Blas de Otero, Juan San Martín y muchos más, me sirvieron para entender la importancia y relevancia que ejercía sobre los demás y la contribución que, quizá sin él pretenderlo ( ¿o lo pretendía realmente?), hacía a la cultura vasca desde el epicentro de su pequeño piso de 60 metros. Piso que le daba para tener un pequeño despacho, muy recoleto, donde tenía una mesa escritorio, un mueble que le servía de archivador o biblioteca y una máquina de escribir con una lámpara al lado, que utilizaba poco porque a la hora a la que él se sentaba a escribir molestaría el sueño de las niñas y esposa, por lo que lo hacía, con asiduidad, a mano y, si las niñas estaban despiertas no quería que le molestasen y allí estaba yo para entretenerlas. Letra hermosa, perfectamente definida, y sin muchos tachones, lo hacía de corrido y sin salirse de la línea.

Muchas noches, después de la cena familiar, me encontraba estudiando sexto de Bachiller y Preuniversitario, a altas horas me llamaba por teléfono y me decía (se puede decir que me ordenaba) que inmediatamente me acercase a su casa porque quería que le tradujese alguna frase de Latín o Griego porque no estaba de acuerdo con las diferentes versiones que tenía delante. Y yo, con el permiso de mi padre, acudía de la misma. Él me pagaba el taxi. A esas horas no había ni trolebús ni «azulitos» y tenía que trasladarme desde la Plaza Moraza hasta Irala,a la calle llamada,entonces, Alcázar de Toledo y hoy, Kirikiño.  Había que ver su mesa, llena de libros de los más dispares idiomas, desde los más cercanos como el inglés o el alemán, hasta los más alejados como el árabe e incluso el arameo. Era un hacha para los idiomas.  Por una frase, nos tirábamos hasta las 4 de la mañana, quitándole horas al sueño, discutiendo sobre el giro o la palabra exacta que él quería utilizar. A pesar de mis años de estudio de las «Lenguas muertas» yo no era un gran experto, lo que él buscaba, una vez más, era la confrontación, el intercambio de pareceres,  y yo era, de madrugada y con la casa en silencio, la persona ideal para ello. Y yo me sentía satisfecho por serle útil de alguna manera.

Gabriel, Meli, su hija Nerea con Andoni Cayero, mi hermano Iñaki y yo con 10 años en Mungía. Año 1962.-

La relación de su familia, esposa y tres hijas, y la mía, mis padres y tres hermanos, era fluida, empática y de confianza. Muchos fines de semana nos acercábamos a Irala o ellos al Tívoli y comíamos juntos. Allí no había diatribas, no había lugar para la polémica y si estas existían nunca, que yo recuerde, se salieron de madre. Gabriel tenía mucho respeto por mi padre, le pedía consejo y ayuda. Nunca le negó, ni lo uno ni lo otro. Y mi madre y su hermana, Meli, se llevaban muy bien. Por la diferencia de edad que había entre ellas, mi madre, además de actuar de hermana mayor había ejercido una labor quasi de madre con ella. Y a mis hermanos y a mí nos encantaba jugar con las primas, eran motivo de juego ya que éramos mayores que ellas. Nosotros adolescentes y ellas unas niñas. Sé que ellas le tienen en gran estima a mi padre como tío y a nosotros también, por nuestro comportamiento «protector» sobre ellas. Gabriel, en nuestra compañía, se abstraía de su vida pública, las bromas con sus hijas eran constantes y a nosotros no nos hacía rabiar. Quizá el paso del tiempo haya conseguido distorsionar los recuerdos, pero lo que sí tengo muy claro es que, a pesar del ruido mediático que hay en su derredor, nunca le he mitificado porque siempre he considerado que el hombre estaba por encima del escritor. Y ese era el Gabriel  que conocí. Una persona básicamente buena, muy sentimental con los suyos, de buen humor, de un gran corazón, generoso en todos los órdenes y tremendamente respetuoso con nuestra familia.

Hay dos cuestiones en las que todos los cronistas, permítaseme la expresión, que escriben sobre él tienden a destacar: Una de ellas era su «ateismo«, su «agnosticismo«, su «anticlericalidad«. Es cierto que, de boca para afuera, no tenía nada de creyente y en sus escritos así parece reflejarlo, a pesar de que fue bautizado, hizo la Primera Comunión, se casó por la Iglesia y bautizó a sus tres hijas, además de tener entre sus amistades a multitud de curas y religiosos con los que mantenía una relación fluida. Qué decir, si no, de su amistad con sacerdotes como D. Martín de Arrizubieta, incluso estando éste en la lejanía o con el franciscano Imanol Berriatúa Ibieta o con Aita Villasante y otros. A pesar de todo ello, sus alusiones a un Dios que le inquiere por parecerle muy lejano y que le habla de tú a tú así como las referencias a los Evangelios o a los Hechos de los Apóstoles, son frecuentes no sólo en su literatura sino, también, en sus conversaciones. Como en todo lo que guió su vida, buscaba la verdad de las cosas y en estas personas religiosas buscaba indagar en el porqué de su fe o de su falta de fe. Tuvo una crisis de fe, a mí mismo me preguntaba en ocasiones sobre mi vida en el seminario y lo que me enseñaron, pero él creía en un Cristo redentor y laico (Soy partidario de Cristo, dice en una de sus obras), pero no creía en la Iglesia. Le pasaba lo mismo que a muchos en la actualidad, necesitan creer en un Cristo liberador, en un Dios salvador pero no encuentran ni en la Iglesia ni en sus miembros, respuestas válidas para abrazar ese credo. No me olvido de un artículo con el que atrajo la ira de clericales y creyentes, en general, en el que se reafirma en negar la existencia de Dios. Aún así, y el hecho de tener la necesidad de escribirlo y publicarlo es una prueba, su búsqueda fue continua, su apetito intelectual y pensador, incansable y estoy convencido de que, en su fuero interno, al final, encontró la paz esperando una vida mejor y distinta, en otra dimensión.

                                                Siempre rodeado de curas y frailes.

La segunda cuestión que se plantean todos los que han tratado de escribir su biografía es su ideario político y su pertenencia a algún partido político. Que si sus posturas primigenias, amamantadas en su domicilio paterno, fueron nacionalistas, que si luego, cuando voló del nido y maduró en su poesía enraizada en el pueblo, en el hombre y en el obrero, sus posturas, bajo la influencia de Blas de Otero, fueron convergiendo hacia el marxismo-leninismo, que si perteneció al partido comunista. En mi caso, parto de la premisa de que en aquel entonces yo era un adolescente al que la política le resbalaba, ni me interesaba ni la entendía. Cuando mantuve el mayor contacto con él, bastante tenía con asimilar la nueva vida que se me abría fuera del seminario, nuevos estudios, nuevos amigos, descubrir a las chicas, conocer y sufrir la represión en las calles y lo que conlleva una vida «civil» normalizada. Nunca me planteé la incognita de conocer a qué partido político podía pertenecer Gabriel porque yo no tenía ideas politicas en aquel entonces, ni siquiera sabía que el militar en un partido político significaba tener ideas políticas propias. Mi creencia es que, deliberadamente, se distanció de los grupos políticos, centró su lucha en la defensa del euskera, y optó siempre por renunciar a posicionamientos precisos y militancias concretas que le conducían a quedarse muy expuesto, podríamos decir que trató de mantener una equidistancia sin renunciar a sus propias ideas. Desde luego, cuando estábamos en familia, yo no recuerdo que se hablase de política, nunca, mucho menos de su ideología, ni en la mesa ni en el sofá, nunca hizo gala de su particular forma de ver a la sociedad del momento. Mi padre tampoco era dado a hablar de política, la situación era la que era y, por lo tanto, era un tema tabú. Sí que se hablaba mucho de su, en ocasiones, precaria situación económica, con unos cambios frecuentes de lugar de trabajo en busca de un mayor sueldo y, sobre todo, en demanda de un horario más adecuado que le dejase el máximo tiempo libre para escribir. Por esto no le quedaba más remedio que utilizar las madrugadas para escribir. Tenía que mantener a una mujer y tres niñas que vinieron al mundo muy seguidas. En ocasiones tuvo que pedir ayuda y se le dió.

                                                        Descanso después del trabajo

Lo que sí llegué a conocer muy bien fue la persecución despiadada que sufrió por parte de la Policía y de la censura. Nunca he podido entender que se le censurasen algunos sonetos dedicados a sus hijas, qué pensamientos tan perversos podía ver el censor en aquellas rimas dirigidas, como si fuera un testamento, a sus niñas queridas. Había que tener una mente muy sucia para percibir aviesas intenciones contrarias al régimen en aquellos poemas. O era, simplemente, que el censor no los entendía. Muchas veces la solución más simple es la válida. En uno de los muchos informes que estas personas emitían a sus jefes , reconocían «la valía del poeta, la bondad y calidad de sus poemas, si no fuera por el exacerbado  euskerismo y por el desprecio hacia la religión católica que llega hasta la blasfemia«.  La censura era una herramienta importante para mantener el poder. Por otro lado, la Policía era implacable con él. Fue, precisamente, en casa de Gabriel donde empecé a cerciorarme de lo que era el ser acosado y perseguido por la polícía, no entendía que fuese molestado de manera continuada por lo que escribía. ¡Qué daño podía hacer la palabra escrita! A mis 14 años, estos hechos estaban por encima de mi raciocinio. Las acusaciones eran que en sus poesías «despreciaba, caricaturizaba a Franco, esparcía sus ideas comunistas e injuriaba a la religión católica». Soy testigo de cómo elegía minuciosamente cada palabra que plasmaba en el papel cuadriculado. Sabía perfectamente cuando herir y cuando, no. Conocía el lenguaje escrito y sabía cómo utilizarlo.

Recibía muchas llamadas en el teléfono de su casa y cuando levantabas el auricular y decías «dígame«, sólo te respondía el silencio. Una y otra vez. Era su manera de sembrar la intranquilidad en el seno de la familia, que estuviesen en estado de alarma permanente. En más de una ocasión, la Brigada Político-Social, llamada coloquialmente «la secreta«, se presentaba en el domicilio, preguntaba por Gabriel y al decirles que no estaba, se marchaban sin decir más palabras. En una ocasión fui testigo de ello porque fui el que abrió la puerta y se puso enfrente de ellos. Llamaron, preguntaron y se fueron. Después de cerca de 60 años, tengo muy presente el aspecto siniestro de aquellos dos hombres, gabardina anudada a la cintura, sombrero ladeado, bigote fino, mirada torva y semblante amedrantador. Una vez que hube cerrado la puerta, la cara de angustia de mi tía Meli que, sin respiración, se ocultaba detrás de ella, y el suspiro de alivio que se la escuchó, me asustó más que aquellos dos individuos. Tardó unos minutos eternos en reponerse, su pálida tez lo decía todo. Aquel día comprendí, de golpe, lo que significaba ir contra corriente y ser perseguido por ello, aunque fuese sólo con la palabra escrita, en un régimen autoritario y dictador.

Diploma que acredita la concesión del «Premio Nacional de Literatura José Mª Iparraguirre».

Hemos hablado un poco de sus apuros económicos durante un cierto tiempo. Siempre estaba pendiente de los anuncios de trabajo por si surgía alguno mejor del que tenía. Por esto, también se presentaba a aquellos concursos literarios que tenían una dotación económica. Y el más controvertido, como no podía ser de otra manera, fue cuando se presentó al Premio Nacional de Literatura «José Mª Iparraguirre» que promovieron algunos miembros del «Opus dei» adscritos al Gobierno del Estado. Al correrse la voz de que Aresti se iba a presentar a este Concurso, voces autorizadas y otras menos autorizadas, porque todo el mundo se creyó con derecho a opinar, levantaron su voz en contra, incluso su hermano Juan Mari le aconsejaba que no se presentase por la repercusión de signo negaivo que pudiese tener. Mi padre, en cambio, le animaba a ello porque le decía que si lo conseguía acallaría muchas bocas. La oposición fue muy intensa. Pero había un corolario que lo hacía muy atractivo. La dotación del Premio era de 50.000 pesetas de las del año 1968. Un dineral.

Su objetivo, al presentarse, y en caso de ganar, era utilizar ese importe en impulsar diversas actividades en favor del euskera como la reedición de su poemario «Harri eta Herri«, editar «Hamalau Alegia» de Meabe o el «Nekazarien Dotrina» de Castelao. Como así lo hizo, sin olvidar ni por un momento, las dificultades por las que familiarmente estaba pasando. Una parte de ese Premio le sirvió para dar estabilidad económica a su familia. Y esto fue decisorio.

Ocurrió, en esa ocasión tan señalada, una anécdota de las que los bilbaínos llamamos «txirene«, cuando, a la entrega del premio por parte del inefable Fraga Iribarne, éste le susurró al oído que «si Ud, con lo bien que lo hace, escribiese en castellano, tendría muchos más lectores«, a lo que Gabriel le contestó mirándole a la cara con toda la dignidad de la que fue capaz y su sonrisa característica: «Si quisiese tener más lectores escribiría en chino«. Una muestra más de su carácter y talante. Ni Fraga le arredraba y tenía muy claro que su lengua vehicular era el euskera, a favor del cual trabajó toda su vida.

Ya pasada la juventud y una vez fallecido Gabriel, siempre he echado en falta el haber mantenido un mayor contacto con él, un mayor acercamiento, pero mis años de internado lejos de la familia sólo me dejaban el resquicio de las vacaciones que aprovechaba al máximo para beber de su vasta cultura, impregnarme de su arrolladora personalidad y disfrutar de la compañía, juegos y travesuras de mis primas, sus hijas, nueve, diez y doce años más jóvenes que yo.

Su pequeño Diccionario y su dedicatoria (A mi sobrino Javier, retoño de Castilla plantado en Euzkadi que -creo- dará sus frutos.-Gabriel)

Pero Gabriel no estaba solo, no era un ente solitario al que le gustase vivir en soledad. Más bien le encantaba estar rodeado de gente, hasta que entraba por la puerta de su pequeño «Sancta Sanctorum». Todos los autores que han tenido a bien escribir algo sobre él y su obra, siempre tienen un pequeño apartado para decir algo sobre su esposa, Meli, Melitxu, con la que se casó en 1960 después de 3 años de noviazgo, con la que convivió durante 15 años, le dió tres hijas y con la que murió estando a su lado cogidos de la mano, susurrando su amor y preocupación por su futuro y el de las niñas. A ti/ mujer de España/ modesta flor hallada en el estiércol/ Meli/ a ti/ te ofrezco/ mi poesía/ y/ mi persona.

Mi tía Meli merece capítulo aparte, porque en ella se condensa la esencia vital de la persona y, por qué no afirmarlo, la del poeta. Meli fue, es, el equilibrio, la sensatez, la mesura, la moderación, la humildad, el respeto, la prudencia, y para Gabriel el apoyo incondicional, la calma en medio de la tormenta, el hombro en el que descansar, la energía que necesitaba para levantarse cada mañana. Siempre siendo el contrapunto a su vehemencia, respetada por todos, entonces y ahora cuando han pasado 50 años de ejercicio de viudedad. ¡Qué duro tiene que ser el pertenecer a esa calidad de personas viudas/os de un personaje sobresaliente! Incluso aun cuando les conceden premios de reconocimiento a la labor de sus maridos o esposas. Y ella, siempre, repito, siempre, con una dignidad acreedora de encomio, sabiendo estar, en todo momento y en todo lugar. No se puede entender a la persona de Gabriel Aresti, al ser humano, sin su Melitxu al lado. El hombre que yo conocía, de una gran vida interior, en su casa mudaba, se convertía en otro hombre, fuera del mundo exterior que le atenazaba y a la vez le soyuzgaba, el «toro» que era de cara a los demás, se transfiguraba en cordero tierno y condescendiente. Con Meli al lado, era otro.

El Alcalde de Bilbao, Juan Mª Aburto y mi tía Meli en una de los muchos homenajes dedicados a Gabriel.

Así le recuerdo y así se lo he contado.

 

 

 

 

 

 

 

 

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«El que haya elegido Getxo para vivir, siempre tendrá la sensación de haber elegido bien».

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