Javi Campo

Cuando la muerte nos acecha

Corría el año 1970. Yo era un pipiolo que acababa de salir del internado. Algunos amigos de la niñez me recogieron en el seno de su cuadrilla con la caritativa pretensión de que me sintiera arropado. Mi cara de novicio me delataba. Me invitaban a fumar, me llevaban a San Mamés a ver los partidos del Athletic en compañía de una bota que no contenía precisamente vino, sino sol y sombra que pagaban los que previamente habían perdido la partida al mus, me apuntaron rápidamente para jugar en el equipo de futbol del barrio, me contaban la vida y milagros de las jovencitas más casquivanas de la escalera.

Le echaban voluntad, la misma que yo ponía por ponerme al día, pero erraban el tiro.

Tenía recién obtenida la mayoría de edad, es decir, acababa de cumplir los 18 años y no tenía ni idea del mundo en el que debería de moverme a partir de esos momentos. Me había perdido todo el movimiento hippy de los años 60, la moda ye-yé, las canciones de Fórmula V, ni siquiera sabía quiénes eran Los Mitos a pesar de ser del barrio, y el Mayo del 68 francés no me sonaba de nada. Mi vida social era inexistente y debía de comenzar de cero con un cursillo acelerado para ponerme al día sobre cuál debía de ser mi comportamiento y sobre lo que había sucedido y sucedía en un mundo en plena efervescencia contracultural.

En lo que más me insistían mi amigos era en ir al baile después de salir del partido, bien al txitxarrillo de Barakaldo, Erandio o más frecuentemente al de Zamudio porque era el que más cerca nos quedaba del tren y porque era el que más “vascófilos” arrastraba, o bien al Arizona si la paga había sido suficiente para comprar la entrada. Yo, en aquel entonces creía que ser vasco significaba cantar canciones en euskera al son del txistu y el tamboril, vestir con kaiku, llevar txapela y cosas así. Para mí, el nacionalismo no era cuestión de ideas sino de vestimenta y folklore. Lo que pretendía mi cuadrilla era arrastrarme a conocer chicas y enseñarme cómo tratarlas, cuestión en la que, era más que evidente, era un verdadero párvulo.

En uno de esos primeros bailes, no sé cómo ni por qué, me encontré ligando, quedando y saliendo con una chica, alta, robusta, fuerte de cuerpo y espíritu, con un temperamento muy marcado que me daba mil vueltas en todo. Yo, como he dicho, era un pipiolo, un novato de la vida, hasta entonces encerrado entre cuatro paredes, siempre con los mismos hombres y sin mujeres a la vista porque eran el símbolo del pecado. Mortal, naturalmente. No sabía ni qué decirlas ni cómo dirigirme a ellas, me habían enseñado que la mujer era pecaminosa por el mero hecho de serlo, como si tuvieran la culpa de ello. ¡Qué le dije para quedar con ella, no tengo ni idea! Pero resultó.
Vivía en un barrio obrero en la entonces periferia de Bilbao, Irala, muy lejos de donde yo vivía, pero tenía dos cosas a favor. Unos tíos míos vivían muy cerca, y el ”azulito” , aquél microbús tan recordado como “el cielo” porque sólo entraban los justos, hacía su recorrido entre ese barrio y el mío, Castaños. Tenía un hermano, un año menor que ella, un adolescente, que tenía una afición. Podría haber tenido otra cualquiera, el futbol como la mayoría, pero su deporte favorito era el montañismo y dentro de él, la escalada.

Ya en pleno periodo vacacional, a mediados de Julio, este hermano y un amigo con su misma afición, me propusieron sumarme a ellos para efectuar una travesía por los Picos de Europa. No fue difícil convencerme por la falta de aventuras en mi vida y consideré, dejándoles bien claro que las ascensiones eran cosa de ellos, que era una buena ocasión para desembarazarme de ciertas cadenas familiares y volar sólo, sin órdenes ni normas que cumplir además de conseguir una experiencia en mi curriculum que no tenían los demás.

Si me acuerdo de las fechas es porque coincidió nuestra estancia con el día señalado en Bizkaia de San Ignacio, último día del mes de Julio. Ya la subida en el teleférico de Fuente Dé, en pleno corazón del Parque Nacional de los Picos de Europa e inaugurado en septiembre de 1966, nos dejó alucinados. Este artilugio nos eleva en menos de 4 minutos de los 1070 ms a los 1823 ms, dejando atrás un valle precioso que circunda el pueblo de Potes. Una vez llegado arriba, y desde su mirador llamado de “El Cable”, auténtico balcón al vacío donde la sensación de vértigo no permite a muchas personas dar ese paso al frente que te deja sin aliento al no tener nada bajo los pies, se abren ante nuestros ojos atónitos, unas vistas espectaculares de verde y pastos, asaltados por vacas y caballos, y cordillera y roca por donde triscan las cabras montesas pastando tranquilas, acostumbradas ya a las bellezas naturales del macizo central que les rodea.

A unos metros del teleférico, había un típico refugio de montaña, con unas 12 literas de dos alturas donde pernoctaríamos, y un pequeño bar, punto de reunión y partida de todos los excursionistas. Después de una frugal cena comunitaria, se formó una tertulia nocturna muy agradable con montañeros navarros, maños, catalanes y valencianos. La nota de la velada la puso uno de los maños cuando se presentó voluntario a cantar una jota, propuesta que acogimos todos con simpatía. Después de arremangarse, camisa y pantalón, y colocarse un pañuelo en la cabeza a modo de cachirulo, todo ello con gran ceremonial y parsimonia, puso pie en una silla, extendió una de sus manos abierta, carraspeó, puso cara de jotero experimentado y exhaló a continuación una flatulencia que duró medio minuto y que nos hizo salir a todos a la carrera hacia el mirador para poder respirar aire libre de contaminación. Vascos y navarricos le reímos la gracia por su puesta en escena, pero a los catalanes no les sentó nada bien por la falta de educación que la experiencia sonora y olorosa les había parecido. Claramente no les gustó nada “la jota”.

Aquella noche no hubo más truenos en el albergue y el cansancio nos deparó un sueño reparador. El primero que se levantó recién amanecido, que fue un servidor, pudo constatar que, a la puerta, una gran vaca con unos cuernos descomunales que sentí a medio metro, masticaba con gran fruición unos escarpines que, junto con las botas, habíamos dejado convenientemente a la intemperie. No hubo forma de quitarle de su boca el lanudo calcetín. El día estaba radiante, cielo raso, sin nubes a la vista, buena temperatura que invitaba a la excursión programada nada más desayunar.

Así lo hicimos los tres, con una ruta ya preparada, hacia el collado de “Peña Vieja”, aunque el objetivo de mis amigos era escalar la “Aguja Canalona”, una de las cimas más buscadas entre los que se quieren iniciar en la escalada porque, aunque por uno de los lados tiene una dificultad máxima, su ruta más habitual es la escuela ideal por su dificultad media. Pero, por supuesto, que requiere, para los que quieren hollar su cumbre, material, medios adecuados, una cierta experiencia técnica y echarle valor.
Salimos del refugio temprano, nos esperaba una hora de caminata sencilla a través de los Lagos de Lloroza o La Vueltona hasta llegar al Collado de la Canalona, caminando después por una serie de cornisas y viras encaminadas hacia la cumbre sin apenas dificultad para los acostumbrados a la montaña y que yo llevé bien sólo gracias a mi inconsciencia de juventud. No tenía ni idea ni a dónde íbamos ni por las dificultades que íbamos a tener que atravesar. Mi pensamiento estaba en mis subidas habituales a Archanda a jugar a pelota mano en el Txakoli o como mucho, al Pagasarri por la ruta normal de Torre Urízar.

Iba enfundado en un chándal acorde con la época, unas botas chirucas que se agrietaron a las primeras de cambio de no usarlas, por lo que, al llegar a los primeros neveros, que se alternaban con la piedra suelta de las morrenas, tuve que ponerme, para que no se me mojasen los pies, una bolsa de “El Corte Inglés” entre los escarpines y la bota que es lo que tuve más a mano en ese crítico momento. No miraba para atrás. Si lo hubiese hecho no hubiese llegado a donde llegué, y cuando lo hice ya era demasiado tarde. No conozco los términos propios de la escalada pero según tienen escrito los entendidos, “se trata de un recorrido de alta montaña, una ruta solitaria y exigente, por un terreno indómito de grandes dimensiones donde las condiciones meteorológicas pueden variar de forma brusca y repentina”, “hay que llegar a la base de la chimenea teniendo mucho cuidado ya que este tramo de canal es muy lavado y con piedra suelta así como el segundo largo que discurre por la chimenea, es bastante cómoda (para ellos) y se hace por oposición”. Si hubiese mirado para atrás, claro que me habría “opuesto”.
Yo subía y subía detrás de los otros dos que llevaban un paso ligero que seguía con mucha dificultad pero mi orgullo me susurraba que no podía ser menos que aquellos imberbes más jóvenes que yo. Cuando creyeron que era el momento de tener un poco de compasión por mí, pararon su marcha e iniciaron un descanso, eché la vista atrás para ver lo andado y mi cara de terror debió de ser más que evidente ya que, al momento, me insinuaron (o yo me planté) que mi ascensión había llegado a su fin. El lugar en el que nos encontrábamos era un saliente de no más de un metro cuadrado ante el que me dije y exclamé a viva voz: “No va más”. Me vi enriscado, rodeado de moles graníticas a una altura desde donde podía mirarlas de frente, cara a cara. ¿Cómo había llegado hasta allí? Inconscientemente, pisando donde pisaba el que iba delante.

Mis acompañantes, fieles a su objetivo, continuaron la ascensión, ya desde ese punto en plan escalada, dejándome allí abandonado a mi suerte. Estaba más que claro que, sin ayuda, yo no me podía mover de allí y mucho menos con la vestimenta y calzado que llevaba. El sol, ya en lo más alto, pegaba con saña, ni de una mala gorra me había provisto. De la misma manera, mi inexperiencia me había privado de llevar encima algo para comer o beber. Estaba dejado a mi destino más inmediato. Me sentí totalmente desamparado, pequeño, ínfimo, en medio de aquellas moles pétreas y sin saber qué hacer o cómo salir de allí. Me sentía totalmente incapaz de moverme, en posición de “loto”. Mis pensamientos eran cada vez más pesimistas. Si antes me preguntaba cómo había llegado hasta allí, en esas horas eternas de meditación profunda, la pregunta era: ¿Y cómo desciendo de aquí?

El tiempo, según pasaba, se iba ralentizando. Pasó una hora, pasaron dos horas, y mis compañeros de excursión no daban señales de vida. A lo lejos y por el este, se empezó a formar una bruma que a la vez que se acercaba iba creciendo en tamaño. Aquello me inquietó todavía más.

Sólo, ignorante de cómo tratar a la montaña, sin medios, con una tormenta acercándose peligrosamente, comencé a gritar tratando de advertir a mis compañeros de lo que se estaba avecinando. No hubo contestación. La niebla cayó sobre mí como queriéndome abrazar y vaya si lo hizo. En aquel lugar minúsculo me dio tiempo a pasar por todos los estados posibles de la inquietud: El temor, el miedo, el horror, el terror y ya me atenazaba el pánico. Lo mío ya no era miedo, era verdadero pavor. Pasaron tres horas, se acercaba el mediodía, mi estado de miedo extremo había dado paso a uno de tranquilidad absoluta porque había llegado al convencimiento de que no había nada que hacer. Tuve la certidumbre de que allí terminaba mi corta existencia.

E inopinadamente, apareció “mi posible futuro cuñado Alberto” rapelando de manera experta. Pero sólo él. ¿Dónde estaba el otro? Habían ascendido hasta la cumbre pero una vez allí a Jesús, que por su juventud tampoco tenía una gran experiencia, le entró el mismo pánico que a mí y se negaba a bajar. Según las explicaciones de Alberto, no había habido manera de convencerle de que no iba a ir nadie a rescatarles y que la única opción era el rappel. Ni siquiera la tormenta que teníamos encima le había hecho cambiar de opinión. Ante esta tesitura, y pensando en mí, Alberto, en un alarde de madurez, había decidido bajar, dejando a Jesús en la cumbre para que, al verse solo, quizá cambiase de actitud y se decidiese a descender en la seguridad de que era muy capaz de hacerlo.

Y esto fue lo que pasó exactamente no sin unos gritos previos de advertencia y amenaza por nuestra parte de abandonarle a su suerte hasta conseguir llegar al refugio donde había una radio y un grupo de jóvenes y monitores de la E.N.A.M. (Escuela Nacional de Alta Montaña). En aquella época la simple idea de los teléfonos móviles era quimérica. Cuando ya estábamos dispuestos a movernos, apareció el tercero de la terna al que el miedo a quedarse solo le infundió valor para vencer al de arriesgarse a bajar sin ayuda.

E iniciamos los tres la bajada, casi sin visibilidad por la intensa niebla, en cordada, yo en el medio, con un reconocible sirimiri que, además de calarnos a nosotros hasta los huesos, iba empapando la superficie lisa de las lajas de pizarra. Si el descenso ya era de por sí peligroso en esas condiciones climatológicas, por la piedra suelta que resbalaba tanto como la nieve helada y, a pesar de la fecha, con unos extensos neveros que necesariamente debíamos de atravesar, se convirtió en una trampa mortal.

Y casi lo es porque en dos ocasiones, con el único apoyo de mis chirucas, sin crampones ni bastones, resbalé y empecé a rodar por la pendiente sin poder detenerme, arrastrando a mis compañeros de cordada, por lo que Alberto se tiró por delante de mí como pudo, para conseguir que no me golpease contra una gran roca hacia la que indefectiblemente me dirigía. No me cabe la menor duda que el golpe hubiera sido mortal de necesidad. En aquel momento me vino a la memoria un pensamiento filosófico relativo a que la vida no es otra cosa que el camino hacia la muerte, y yo me la estaba encontrando en cada recodo de aquel trayecto.

Durante el tiempo que duró la parada para calmarnos y recomponernos, me pude dar cuenta de que mi cara estaba ardiendo. Tenía fiebre. Mucha fiebre. ¿Era debido a la tensión acumulada? ¿Al miedo? ¿Al sol que durante varias horas me había atizado de lo lindo en la cabeza? Posiblemente una insolación.

No podíamos quedarnos allí a pesar de tener la sensación de que nos podíamos perder en medio de la niebla, teníamos que seguir hasta el ansiado refugio. No habíamos llevado ropa adecuada para la lluvia ni comida para recuperarnos del esfuerzo. Teníamos que seguir y así lo hicimos. No habíamos hecho ni medio kilómetro cuando me volvió a pasar lo mismo con el mismo resultado, resbalón, culada y vuelta a rodar por la ladera sin más freno que una roca a los 30 metros. De nuevo Alberto fue mi salvador al tirarse valientemente a por mí y conseguir frenarme. No tengo la más mínima duda de que me salvó la vida en las dos ocasiones.

No sabíamos ya qué hacer, cuando unos pitidos de silbato fueron indicándonos el camino a seguir. Eran los de la E.N.A.M que, a la vista del temporal, habían salido a buscar a un matrimonio y sus dos hijos pequeños ya que, a pesar de sus advertencias, se habían empeñado en salir desde “El Cable”, tres horas después de nosotros, con la intención de llegar a Áliva rodeando Peña Vieja sin el material apropiado.

Llegamos, por fin, al refugio empapados de arriba abajo, con la angustia reflejada en el rostro. Fuimos recibidos por el resto de montañeros de manera acogedora, y con un caldo ardiendo que aceptamos y agradecimos de corazón. Mi cara debía de ser el reflejo de mi fiebre porque inmediatamente, los catalanes, previsores ellos, sacaron un termómetro que recogió una temperatura de 39º en mi cuerpo. Fueron ellos, los que solícitos, me atendieron durante los tres días que mis compañeros de aventura estuvieron de marcha en dirección a Horcados Rojos y el Naranjo de Bulnes que era su verdadero objetivo.

Aquellos catalanes, a los que por supuesto, no conocía de nada, me cuidaron como si fuese uno más de su expedición. Su objetivo no eran las cumbres, no eran de alta montaña, eran senderistas que habían venido a hacer travesías y disfrutar de los paisajes haciendo fotos. Venían muy bien avituallados y pertrechados por lo que pude disfrutar todos los días de una leche caliente con cola-cao y unas viandas para comer de las que nosotros no disponíamos.

Pero los días se hacían largos, la fiebre fue descendiendo y el tercer día ya tuve las ganas suficientes para levantarme de la litera y dar pequeños paseos por los alrededores buscando la charla con los visitantes que llegaban en el teleférico, dándomelas ya de veterano de las alturas.

Tres días después, y a la hora de la sobremesa, después de comer, vimos acercarse por el camino opuesto al teleférico a dos personas con unas grandes mochilas. Después de saludar preguntaron por “un bilbaíno que estaba esperando a otros dos de Bilbao”. El corazón me dio un vuelco, noté su aceleración, y balbuceé un “yo” inaudible por lo que tuvieron que hacer la pregunta de nuevo. Aquello podía significar que les había pasado algo o que retrasaban su vuelta. Ambas cosas me llenaron de zozobra. Por suerte sólo querían hacerme llegar el mensaje de que estaban bien en Cabaña Verónica y que llegarían unas horas más tarde. Tardé en recuperar el pulso.

Y efectivamente llegaron, alegres y contentos como sólo lo pueden estar dos jóvenes despreocupados por lo que hubiese podido pasar conmigo porque esperaban que hubiese estado bien atendido. Habían cumplido sus objetivos y sólo les quedaba contar lo sucedido.

Al día siguiente, después de agradecer a los catalanes sus desvelos para conmigo, emprendimos el viaje de vuelta. Pero eso es otra historia. Que la tuvo, aunque con final feliz.
Estos sucesos no tendrían una gran importancia, se hubieran quedado en una mera anécdota de las que todos pasamos alguna vez en esta vida, si treinta años más tarde Alberto, mi salvador, no se hubiese despeñado, con resultado de muerte, exactamente en el mismo sitio en que a mí me salvó en dos ocasiones.

Era su destino. Y el mío.

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Javi

Sobre mí

«El que haya elegido Getxo para vivir, siempre tendrá la sensación de haber elegido bien».

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