Javi Campo

Sinfonía inacabada.-Onirismos

En cierta ocasión, un periodista, después de un comentario poco afortunado, le preguntó a un Presidente de Gobierno qué entendía él por ser una persona normal. El Sr. Presidente no fue capaz de responder directamente, bien porque le cogiera la pregunta por sorpresa, bien porque no lo tenía claro, y se salió por la tangente.

El concepto «normal» nos puede servir para discernir qué es lo correcto y lo incorrecto, qué está bien y mal, que es moral o inmoral. Por lo tanto, las normales, hablando ya de personas, son aquellas que se ajustan a los patrones y modelos que sigue la mayoría ajustándose a la legalidad o, más básicamente, al sentido común. Siguiendo con esta lógica, me considero una persona normal. Me atengo a las normas, no delinco y mis relaciones sociales son coherentes con este proceder. No quiero ser diferente, la diferencia me asusta aunque respeto al diferente siempre que él me respete a mí, si bien a veces me sorprenda a mí mismo sobreactuando o saliéndome de lo políticamente correcto.

Soy muy consciente de que lo que consideramos normalidad ya es en sí misma una anormalidad porque todos somos distintos: en el carácter, en las reacciones, en las manías mal disimuladas, en las costumbres que cada uno tenemos arraigadas, en un lado oscuro que, a la larga, nos delata. Como dice un amigo mío, psiquiatra, la normalidad es un concepto arbitrario. Pero si afirmo que soy normal es porque tengo los mismos vicios que los demás, las mismas fobias y filias y las mismas debilidades tan humanas pero, por ello precisamente, tengo la capacidad de adaptarme al entorno, no me creo superior a nadie y la relación conmigo es fácil en el trato aunque sea entre diferentes.

Soy un industrial hecho a sí mismo, doy trabajo y nómina a 30 familias que dependen de mi empresa. Trato de ser ecuánime en todo lo que me incumbe y socialmente creo que soy apreciado y hasta querido aunque tenga mis propios enemigos a los que trato de mantener a distancia. La respetabilidad y credibilidad me las he tenido que ganar a pulso. Cumplo con la sociedad aunque en ocasiones, lo confieso, y por dificultades empresariales haya tenido que distraer impuestos al fisco. Puedo afirmar que el éxito ha llamado a mi puerta si nos ceñimos al ámbito laboral y social. Políticamente no me caso con nadie pero puedo afirmar que me gustan más los partidos políticos ya establecidos que los populismos baratos que sólo sirven para dar carnaza a la prensa y que con una rapidez inusitada caen en los mismos vicios que los anteriores.

Soy creyente, no practicante, aunque mi actitud hacia la religión haya cambiado recientemente. Tengo fe porque, en caso contrario, qué pinto en este mundo desquiciado que, al paso que lleva, se destruirá a sí mismo sin remisión. Tiene que haber en alguna parte, entre tantos mundos como la ciencia actual nos permite discernir, un ente superior, llamémosle como le llamemos. ¡Qué clase de prepotencia o superioridad creemos tener los humanos si pensamos que estamos solos en el universo! Es inaudito y torpe pensar – que se peguen los científicos- que estamos aquí, con vida, gracias al Big Bang dando pábulo a esta teoría evolucionista de la Gran Explosión.

Pero tampoco soy ningún prosélito de las distintas grandes religiones porque en todas, lo que en realidad busca el seguidor, es una especie de recompensa final: El cielo, la vida eterna, la resurrección, las huríes de origen divino, el karma total…Yo sólo espero y deseo la paz conmigo mismo y con el resto de seres que hemos tenido la oportunidad de venir a este mundo tan pequeño dentro del universo siendo consciente de que somos, soy, muy poca cosa. Si tenemos esto interiorizado, disponemos de mucho ya ganado. Quizá este pensamiento peque de candoroso o quizá, para muchos, sea irrelevante. Aunque yo así lo tengo interiorizado.
Estuve 20 años casado aunque en la actualidad estoy divorciado de una mujer que me puso los cuernos y se fue con un amigo, al que no le guardo rencor, y tengo dos hijos que ya han volado del nido paterno. La relación con ellos ha llegado a ser de colegas. Me considero un buen padre porque he conseguido tener dos buenos hijos que me aprecian.

Mi vida sexual actual se queda en encuentros esporádicos con mujeres que sufren la misma soledad que yo. No deja de ser un relleno ocasional a modo de alivio de la pasión y los sentidos. No lo busco, no sigo reglas, lo dejo a la casualidad a la que me aferro con cierto grado de desesperación cuando la nostalgia me atrapa. Sólo el poder de una mirada cruzada que denote la emoción del encuentro, ese pequeño gesto que indique acercamiento, ese mínimo matiz que nos cree a ambos una imperceptible turbación en el rostro. Es la pericia en la aproximación y la maestría en el descubrimiento del momento más oportuno para que se dé una decisión positiva sin forzar las situaciones. Esa suele ser mi búsqueda y mi victoria. Para volver luego a la soledad que no es una mala opción de vida. Ningún asunto que se salga de lo que le pueda ocurrir al más común de los mortales. No quiero ser especial y, quizá por esto, los demás me consideren un ser especial. Esta es mi paradoja.
Mis rutinas tampoco son excepcionales, no me considero una víctima de ellas. Son uno de los ejes sobre los que gravita mi existencia y me encuentro cómodo en ellas.

Pero es que una de esas rutinas a las que me refiero es convertir siempre en extraordinario las pequeñas cosas que se han convertido en habituales. Y otro de los elementos rutinarios es conseguir aprender algo nuevo cada día, experimentar con la memoria, poner a prueba mis dotes oratorias ante los demás, cambiar de ruta a los paseos más trillados, buscar sinónimos al vocabulario tradicional, en definitiva, hacer de lo cotidiano algo insólito. ¡Qué fácil resulta escapar de ella simplemente haciendo el gesto de abrir un libro, cualquiera, de cualquier temática! Siempre encuentro algo que aprender o en qué pensar. Defiendo mi derecho a soñar como la manera más directa para salir de las inercias y dar sentido a mi propia identidad. Preludio.

Y pronto llegó la fórmula, no demandada pero sí sorprendente, para huir de ella. Nada hacía presagiar que estuviera ante un día fuera de lo corriente. Ya había sonado el despertador de manera habitual. Eran las 7:00 h. de la mañana. Hice el usual gesto de retirar las sábanas. De forma inopinada, una luz que iba ganando en intensidad y que se convirtió en cegadora por momentos, inundó mi habitación dejándome paralizado. A la vez, mi cuerpo, o mejor diría, lo que yo creí que era mi cuerpo, se desdoblaba mientras iba ascendiendo, como en levitación, hasta situarse en posición horizontal, en uno de los ángulos del techo de la habitación. Aunque era la primera vez que me sucedía, no me pareció extraña la situación, se había generado de forma natural y sobrevenido sin esfuerzo.

Lo más curioso es que desde arriba veía un cuerpo que, al principio, para mi sorpresa, no identifiqué aunque poco tardé en distinguir que me estaba viendo a mí mismo acostado en mi propia cama, inerte pero con una expresión relajada en el rostro, como de alivio. Puede parecer extraño pero así lo aprecié al inicio. No se observaba a nadie más en la habitación. Intenté conectar mis dos cuerpos, el extramaterial en situación de ingravidez, casi colgado de la cubierta superior y el físico sobre el lecho, pero para mi consternación fue fútil la tentativa. Abandoné toda actitud de defensa. Había entrado como en otra realidad. Podía pensar que era una alucinación, que había penetrado en una situación de trastorno transitorio, que estaba bajo los efectos de algún psicotrópico o cualquier otro tipo de droga, pero nunca había hecho uso de ningún estimulante. Era el inicio de una sucesión de hechos relevantes que tuvieron una significación trascendental para mi comportamiento posterior. ¿Había penetrado en una realidad virtual parecida a los videojuegos de última generación con los que tan familiarizados están mis nietos? La respuesta era, no. La situación era real o, al menos, eso me pareció. Adagio.

Al momento se hizo la oscuridad, mientras mi cuerpo, como flotando, atravesaba paredes sin dificultad mientras se iba adentrando en un túnel largo a la vez que estrecho. Iba avanzando sin prisa, con liviandad pero lentamente, con los brazos extendidos al estilo del águila planeando con sus alas en todo su esplendor, como queriendo recrearme en un paisaje idílico inexistente, pero muy real para mí. Era un estado placentero, incluso reconfortante. No me preguntaba hacia dónde me dirigía, me era indiferente, tal era el grado de serenidad y paz. Al final del túnel se adivinaba una luz resplandeciente y hacia ella caminaba totalmente consciente y sin recelo alguno. En ese momento me dí cuenta de que yo era parte de esa luz, sin cuerpo, pura transparencia. Largo.

Mientras esto sucedía, tenía la impresión de que esta escena ya me la habían contado antes, de haberla leído en algún libro ignoto, incluso de haberla vivido con antelación. No conseguía recordar su significado, pero en esos instantes comenzaron a pasar por delante de mí no sólo los lances más significativos de mi vida, todos sin excepción, los recordados con complacencia y los olvidados por no ser reconfortantes, entremezclados con algunos otros insignificantes que ya se habían borrado de mi memoria. No fue una sucesión de hechos como si fuese un film, era un recordatorio lineal, en un instante, una crónica en la que el pasado aparecía como en una única secuencia, un flash abarcando toda mi existencia de una manera sutil y etérea. Mi historia vital se había convertido en un gran presente, de una manera inteligible y sin esfuerzo o fatiga. Carecía de voluntad.

Me encontraba muy a gusto en esta ensoñación, relajado, sin angustia, sin desasosiego, era como tener la oportunidad de vivir de otra manera todo el pasado y el futuro más inmediato, dejando a un lado temores y debilidades. A la par, mi situación extracorpórea era cada vez más tonificante, sin ninguna rigidez y sin el menor atisbo de asombro, ni siquiera de sorpresa o alarma. Los recuerdos se sucedían sin ningún impulso de mi mente, no había tiempo para el sobresalto ni para el consuelo, mi voluntad no jugaba ningún papel, era mera ilusión. El lugar se me antojaba cálido, cómodo, acogedor, invitaba a una estancia duradera, tan lejos de las preocupaciones, sobresaltos y ajetreos terrenales del día a día sin cabida en mis recuerdos. Andante cantábile.

El nacimiento de mis hijos con el rostro perplejo por la singularidad del momento y la situación, el fallecimiento de mis padres y sus consecuencias después de años de cuidados y padecimientos, los lejanos recuerdos de mis antepasados, los conocidos y los desconocidos, la mili con sus anécdotas mil veces contadas y sus resultados intrascendentes, aquel día que me pegué con un chaval de mi misma edad por conquistar el amor de una muchacha que jugaba a jugar con los dos, mis días colegiales en un convento religioso con sus claroscuros, con mis dudas existenciales y de fe que no han desaparecido y se mantienen hasta este momento, el día que hice un partido extraordinario y que nos supuso conquistar el campeonato escolar convirtiéndome en el héroe colegial, la bofetada de un cura histérico que repelí como reacción instintiva, mis primeros días de parvulario en un colegio mixto de monjas en el que mis inquietudes y entretenimientos, a pesar de mi corta edad, pasaban por ver las bragas a mis compañeras del sexo femenino, las tardes en que íbamos a la huerta más cercana al domicilio familiar para robar manzanas o higos según la época y que hacían presagiar mi masculinidad, el recuerdo de las diversas novias por las que pasé como cursillo previo a la que resultó definitiva, mis temores a hacer el ridículo ante una audiencia numerosa cuando me obligaban a cantar los “solos” en el coro colegial, aquel examen de griego que por primera y única vez suspendí, mis primeros conciertos pianísticos para amistades y familiares cuyos aplausos finales no escuchaba porque era estar como en una burbuja, a solas conmigo mismo sin nadie alrededor, mi larga vida laboral dura pero sin ningún interés, anodina, de la que únicamente me han quedado unos pocos amigos, las decisiones trascendentales que en momentos puntuales tuve que tomar y que afectaron a mi vida y a los de mi alrededor, mis noches en vela dándole vueltas a los problemas diarios irresueltos, la bomba explosionada por nuestro particular grupo terrorista, muy cerca de donde yo me encontraba y que estuvo a punto de costarme la vida. Incluso este hecho pasó ante mí como algo inmaterial que sólo tenía sentido no como un hecho extraordinario que dejase traumas y secuelas en mi subconsciente sino como una peripecia más, sin la trascendencia fatal que pudo tener. Andante.

Así me vivieron a la mente, pero en aquel instante me pareció que el recuerdo era en regresión, del momento más cercano hasta el momento de haber sido concebido en el útero materno. Todos y cada uno de los actos y circunstancias vividos durante mis 60 años, sin excepción y no de manera parcial o resumida, sino ordenada y pormenorizada. No como una película o sucesión de fotogramas que se proyectaran ante mí, sino íntegramente y de forma simultánea. Incluso aquellos que de una manera consciente había tratado de borrar durante años. Como en aquella ocasión, en mi alocada juventud, en que estuve a punto de fallecer al caer rodando por la nieve hacia las rocas durante la bajada a uno de los glaciares del Monte Perdido, en el Parque Nacional de Ordesa. La persona que en aquel momento, con su pericia y asumiendo un riesgo elevado e inesperado, me salvó la vida tuvo la desgracia de morir en un accidente en el mismo lugar algunos años más tarde. Yo tuve mi ángel de la guarda, a él le falló el suyo o estaba predestinado para que así ocurriera. También pasaron por mi cabeza los viajes realizados por varios países, sus monumentos, sus gentes, sus vicisitudes. En su momento, me consideraba un privilegiado por poder viajar adonde quisiese, conocer otras formas de vida, otras maneras de pensar, otros paisajes, otros dioses, otros colores y sabores. Allegro.

Por mi cabeza fueron desfilando todos los vicios que las personas vamos acumulando, esos que te obligas a creer que entran dentro de lo normal porque una mayoría del prójimo los atesora pero que para los seres que asiduamente te rodean se agigantan sin control aunque, por amistad, los disculpen. Esa ironía que tú utilizas e imaginas que te convierte en un ser simpático y agradable y que no deja de ser un humor de baja calidad, esa muletilla en la que ni siquiera reparas, que usas con insistencia al hablar y que resulta ya desagradable para los demás, ese uso o abuso que haces de tu cultura que los demás consideran que es prepotencia por tu parte, ese querer manipular a los que te rodean con tus insistencias o querer sobresalir sin méritos para ello, esa mentira mil veces repetida para que se convierta en verdad a los ojos de los demás. Y los ocultos, los que se quedan entre las cuatro paredes de tu habitación, los que tratas de justificar ante tí mismo y que tampoco voy a definir aquí y ahora por pudor aunque ninguno sea inconfesable. Imágenes de alegrías, sinsabores, triunfos, derrotas, decepciones, sorpresas, los momentos de euforia y desesperación, de pesimismo y júbilo, de llanto y de risa…palabras que te vienen fácilmente a la mente pero complejas de describir aunque se sucediesen, para mi asombro ulterior, ininterrumpidamente como si te estuvieses viendo en el espejo de la vida, tal como eres y has sido, sin fingimientos ni falsas verdades.

Parecerá extraño, hasta este momento no he hablado nada de sexo porque en la situación quasivirtual en que me encontraba no tenía significación ninguna. Carecía de importancia aunque recordase, también, mis mitos eróticos de una juventud recién estrenada que me arrastraban a cometer pecados de pensamiento con asiduidad. Una Brigitte Bardot de exuberante y extraña belleza. Ursula Andress con su imagen mil veces recordada saliendo del mar y caminando en biquini por una playa caribeña, escena que fue imitada en otras películas, pero ninguna la igualó. Raquel Welch apodada “El Cuerpo”, plena de lujuria. Y sobre todo mi gran amor platónico, la mujer inalcanzable, Catherine Deneuve de quien Luis Buñuel dijo: “Es bella como la muerte, seductora como el pecado y fría como la virtud”. En definitiva, me iban quedando meridianamente claras las consecuencias generadas por mis palabras, por mis actos e incluso por mis pensamientos. Me vino a la mente aquélla pregunta que nos hacían frecuentemente en el Colegio de religiosos donde había estudiado: ¿Qué has hecho por los demás, cómo ha sido tu comportamiento hacia el prójimo? La pregunta me resultó inquietante pero fue inmediatamente resuelta porque la respuesta no estaba afectada en absoluto por las emociones, ni reales ni ficticias, sino que estaba vinculada a una sabiduría total, un conocimiento completo adornado por un sentido perfecto de la justicia y equidad. La fusión con la persona a la que había hecho un bien o con aquélla con la que había sido desagradable era total. Concerto grosso.

No tenía capacidad de sorpresa porque niego que me llamaran la atención ni siquiera aquellos sucesos que no debieron ser importantes al no haberse quedado grabados en mi memoria, como cuando cazábamos moscas y les cortábamos las alas para que no pudiesen volar, o los cigarrillos rubios que le quitábamos del paquete a mi tío y siempre se daba cuenta porque los tenía contados, o aquellos bombones que mi cuñada le llevó a la clínica en que parió mi mujer y que me comí en su totalidad, casi compulsivamente, o aquella ocasión en que salvé a una persona de morir ahogada, o aquella ocasión en que una mujer me ofreció sus servicios sexuales a cambio de condonarle una deuda que tenía con mi empresa y que rechacé sin titubear aunque tengo que confesar las muchas veces que después me arrepentí…tantos acontecimientos como momentos habían acaecido en mis sesenta años. Inclusive los días anodinos en los que no sucedía nada reseñable pero que allí, en aquel oscuro túnel, todos tenían su significación. Todos pasaron por mi mente en lo que me pareció un aliento. Scherzando.

Nada nuevo que ya no hubiese vivido con anterioridad, incluso lo nada más que soñado. Cuando creí que la película de mi vida pasada había finalizado, otra vida, mía también, pero distinta, comenzó a pasar por mi mente. Eso no me había sucedido a mí, pero era mi cuerpo, era mi imagen, era yo sin ninguna duda. Quise escuchar una voz o quizá fuera mi propia conciencia pero al instante intuí que esa hubiera sido mi vida si en vez de tomar aquella decisión determinada en aquel momento determinado, hubiera tomado otra opción, otra alternativa. Estoy convencido de que en las decisiones importantes que he tenido que tomar he acertado plenamente, pero en cualquier otra, aparentemente sin importancia, puede cambiar toda una vida. Otros sucesos, otras personas, otro proceder, otra existencia. Otra esposa a la que no reconocía, otros hijos a los que amar y educar, otro trabajo, otra profesión, otros amigos, otras circunstancias. ¡O acaso no nos ha pasado a todos los mortales llegar a la disyuntiva de tomar un camino u otro por no saber cuál es el correcto! ¿Qué hubiera pasado si en vez de tirar hacia la izquierda hubiésemos tomado la decisión de ir hacia la derecha? Y ¿si hubiese nacido en otro lugar, otra nación, en otro tiempo, en otras circunstancias? Nunca sabría lo que hubiese sucedido en este caso si no hubiese pasado por esta situación. ¿Mejor? ¿Peor? Diferente. Quizá abocada al desastre si mi forma de proceder y sentir hubiese sido otro. Tengo el convencimiento de que este pensamiento lo hemos tenido todos los seres de la tierra en alguna ocasión. No me quedaban ganas de vivir una vida diferente. Andante appasionato.
Para entonces una paz absoluta se había adueñado de mi cuerpo, no me quedaban sentidos, al menos no me hacían falta. Mi cuerpo se había vuelto insensible, todo estaba en orden y me embargaba un sentimiento de amor infinito. Amaba a todo el mundo y todo el mundo me amaba a mí, sin recelos ni dudas, como si fuera una vibración de máxima intensidad. Amor intenso e imperecedero. En ese instante percibí que se iba acercando el final del túnel. Allegro moderato.
Con él, la luz y con ella reparé en que de allí emergían y se acercaban dos figuras con lo que parecían las manos extendidas como invitándome a ir hacia ellos y unirme con ellos en un abrazo. Venían hacia mí aunque no apreciaba quiénes fueran porque no eran corpóreos, ya que no tenían brazos, ni piernas ni siquiera cara, eran sencillamente una luz, pero mi perspicacia me decía que tenían que ser cercanos. Su imagen lumínica fue haciéndose más próxima y mi intuición no había fallado. Tuve el presentimiento y luego percepción de que eran mis padres. El reencuentro fue espectacular, indescriptible, de un amor extraordinario, sin fisuras.
Mi relación con ellos no había sido particularmente fluida, supongo que les debía muchas cosas por las que darles las gracias, pero mi percepción vital me decía que no había sido un niño especialmente querido. Tenía el convencimiento de que mi comportamiento hacia ellos había sido mejor que el que ellos tuvieron hacia mí. Era una apreciación que había ido calando en mí desde muy joven, incluso desde niño, y no me abandonó nunca, ni en vida de ellos ni una vez fallecidos. Pero allí estaban, como habían estado siempre que necesité su ayuda y esto era innegable. Allegretto.

La fusión extracorpórea fue total y no sé si con un susurro imperceptible o con algo parecido a la transmisión telepática, les entendí que todo iba a ir bien, que mis problemas, contrariedades, dudas, habían finalizado. Me hicieron sentir como si estuviesen, de nuevo, cuidándome y protegiéndome de algo o de alguien como cuando así lo hacían durante mi niñez. Su actitud era de arropar al niño que fui, con ternura, con entrega y cariño insuperable. Aunque esbozando una sonrisa, me mantuve imperturbable pero nada apático o indolente. Una vez más encontraba esa situación totalmente natural, como si ocurriera con frecuencia. No necesitaron hablarme, la situación no tenía nada de compleja, la conexión era total, no eran necesarias las palabras. Cogidos de una mano inexistente, me llevaban hacia la luz que se hacía más intensa por momentos. Ritardando.

Mi cuerpo, ligero, y mi espíritu, volátil, etéreos ambos, estaban en completa armonía, no me surgían dudas, no temía nada, me dejaba llevar sin resistencia, confiado, en calma. Sentía como si la realidad fuera un sueño y aquello por lo que estaba pasando fuera la realidad. ¿Pero qué diferencia había? Mi presencia allí me hacía sentirme más vivo a cada momento. Estaba disfrutando, a gusto. Molto vivace.

Desde niño la música había sido una constante en mi caminar por este valle de lágrimas, la estaba echando en falta pero en ese instante, como si algo o alguien me hubiese leído el pensamiento, pude escuchar una melodía tenue pero sublime, que inmediatamente identifiqué como el “Imagine” de John Lennon que se fue repitiendo como en un bucle interminable. Qué sentido podía tener allí su letra “alimentando el hecho de imaginarse un mundo en paz donde no existan fronteras ni divisiones de religión y nacionalidades, así como la posibilidad de que la humanidad viva libre de posesiones materiales”. Allí no había fronteras, ni religiones, al menos yo no las veía y ¡cómo iba a darle una oportunidad a la paz, si allí la paz se adivinaba completa y sin nada ni nadie que la perturbase! Presto.

En ese instante recordé que en una ocasión leí la teoría de un afamado científico en la cual negaba la posibilidad de que la conciencia persistiese con vida después de nuestra muerte física. Consideraba como un obstáculo insuperable que la información almacenada en nuestro cerebro perdurase una vez desintegrados y descompuestos los átomos que conforman nuestro cuerpo físico en vida. Yo, en primera persona, estaba percibiendo de una manera incuestionable que estaba en riesgo de muerte aunque nada físicamente sugiriese que estuviese en peligro y lo sentía como real, no estaba en un sueño onírico, ni estaba en medio de un estado semiinconsciente por algún tipo de droga o estupefaciente. Caminaba hacia la muerte sintiendo que la palpaba y que estaba a punto de alcanzarla porque se me iba la vida, aunque la sensación era de que mi vida, y esto era lo más extraño, no se acababa sino que mudaba a otro entorno y escenario diferente. Perdendosi.

A esa conclusión había llegado. Estaba yendo hacia la muerte, o quizá simplemente era un ensayo general de mi propio tránsito hacia el más allá. Al lado de mis progenitores llegué a lo que me pareció un gran prado, sin montes, sin obstáculos, sin pliegues, en los que todo era luz y armonía. Un instante más para disfrutar una eternidad. ¿Era aquello el cielo? Sospecho que todos en este mundo llamado Tierra donde nos ha tocado existir, hemos tratado de imaginarnos cómo sería el cielo. Desde luego, si existe un paraíso no podemos hacer conjeturas porque el mero hecho de imaginarlo ya es algo intrínseco al ser humano. Y en ese edén que las religiones nos anuncian no puede haber ninguna magnitud humana. Sería únicamente un ejercicio para estimular la mecánica de nuestra mente, ni siquiera sería un plan de futuro, sólo un deseo. Porque para poseer algo, hay que haberlo deseado previamente. Ni siquiera los grandes artistas de la pintura han sabido retratarnos cómo será el cielo, mostrando una creatividad mucho mayor para reflejar lo que será el infierno, revelando así la dificultad que entraña imaginar cómo será el estado de bienestar total sin preocupaciones ni de espacio ni de tiempo ni sobre los seres que nos rodeen. ¡Con tal de que no haya que defenderse de ellos!

Al momento, una voz que brotaba de mi interior o quizá de otro ser sin cuerpo, sólo luz, me obligaba a regresar porque resultaba que mi momento no había llegado, que lo sucedido sólo era un reflejo de mi imaginación y que lo ocurrido era simplemente una experiencia cercana a la muerte. Era una orden, no admitía réplica. Mi deseo de quedarme allí era intenso pero esa voz, sin voz, me convencía de que debía volver. Que mi sitio no era ese, donde no hay nada que resulte rutinario, donde no existe la mentira ni el fingimiento, sino que te has confundido de día y hora por lo que debes volver a la vida, a tu estado físico anterior, a los hábitos diarios. Ostinato.
Yo me obstinaba en mi deseo de quedarme, me aferraba a mis seres queridos, pero a la par me iba distanciando de ellos sin resistencia, dejándome ir, volviendo, de nuevo al túnel, alejándome de la luz. La obscuridad se apoderó de mí, dejé de sentir la música, la separación se me hacía más y más dolorosa. Las sensaciones me iban advirtiendo que me acercaba con rapidez a lo conocido, a la rutina diaria donde las novedades escasean y las costumbres se acogen con automatismo. Sin margen para revertir la situación, me encontré en mi habitación. Allí estaba yo en la cama, sin signos de lividez ni alteración corpórea, mientras los dos cuerpos se fusionaban, perdiendo la sensación de ingravidez. Al instante oí el despertador. Eran las 7 horas de la mañana, me encontraba en el mismo instante en que había notado inicialmente el desdoblamiento de mi cuerpo terrenal. Aparté las sábanas y abordé las actividades del día a día con un sentimiento de culpabilidad profundo y una pereza infinita. Tempo primo.

Había sido un simple sueño….Quizá una alucinación causada por una anoxia circunstancial…La percepción de que aquello había sido real no me abandonaba. Había sido tan real o más que cualquier otro acontecimiento vital como los relatados anteriormente. Además, normalmente los sueños no se recuerdan tan vívidamente y yo me acordaba de cada momento. Demasiado real para ser real. Volver a conectar con mi infancia, rememorar mi juventud, ser parte por un instante de la teoría de Einstein sobre la relación espacio-tiempo me convertiría en un sujeto único. Tampoco el hecho de recordarla implica que ésta haya sido en ausencia total de vida.
Volví a los automatismos habituales, a mi comportamiento acostumbrado. Pero con acusadas diferencias. A partir de aquel día ya no le tuve miedo a la muerte, cuando el destino me depare la marcha definitiva la afrontaré con serenidad porque, de la misma manera, nunca tuve la sensación de que este episodio me hubiese dejado señales traumáticas. Es más, mi temor es mucho mayor a lo que me quede de vida en un mundo tan disparatado como el que me ha tocado que a la perspectiva de una muerte segura, a la que le salgo al encuentro como cuando se espera a un amigo que sabes que indefectiblemente tiene que venir. Por eso, esa vivencia extracorpórea, ese viaje a otra dimensión, me transformó. Había experimentado algo tan profundo que, aunque no tuviera ninguna razón puramente científica, adopté la creencia de que la conciencia sobrevive después de la muerte terrena. A partir de ese momento vivo en positivo, noto que me he liberado de las preocupaciones de este mundo tan inquieto, siento que he dejado atrás una etapa de mi vida y que he renacido para disfrutar de otra. La vida me ha dado la oportunidad de vivirla por duplicado y de rectificar. Trato de abandonar todo lo negativo de los comportamientos humanos, empezando por los propios, haciendo tangible y evidente, el cambio. Una cosa más que he aprendido y de la que he tomado buena nota es que las religiones son necesarias, pero todas y ninguna son verdad, sólo son una cuestión de fe. Intermezzo.
Ah! Nunca, hasta ahora, había contado a nadie esta peripecia. Siempre he querido que esta prueba fuese mía, que este episodio no saliera a la luz. Tal vez por miedo de que no me tomasen en serio, que se me manipule o tergiverse, aún más, que no se me crea dando lugar a un sensacionalismo absurdo y no deseado. Y a pesar de que he sido persona religiosa tengo el convencimiento de que lo más conveniente es alejar todo esto del dominio de las enseñanzas religiosas y elevarlos a escenarios más objetivos. Este ensayo de mi propia muerte no ha tenido ni tiene que ver con parapsicólogos, científicos escépticos o fundamentalistas religiosos. Sin más interpretaciones que las que yo pueda tener en mi mente de un fenómeno auténtico y genuino. Con él me he dado cuenta de la magnificencia que supone ser poseedor de una vida diferente después de la vida terrena.

Según iban pasando los años, su recuerdo, y este hecho es una demostración palpable de que en ningún momento abandoné la vida, era cada vez más profuso, más cercano, como si hubiera sido el día anterior superando con mucho en cuanto a la intensidad de la sensación de realidad. Los expertos de estos temas lo llaman EMC, experiencias cercanas a la muerte y, según sus estudios, un alto porcentaje de personas cuentan una historia muy parecida, con ligeras variantes e incluso en algunos casos con connotaciones negativas. No ha sido éste mi caso. Mi conciencia, mi pensamiento era de una claridad meridiana y si supiese lo que es el éxtasis como estado emocional, diría que así me afectó a mí. Tampoco tendría nada de sorprendente dado que vivimos en una era de un dinamismo colosal en la que las nuevas tecnologías nos dan cuenta de un mundo virtual que nos engancha para enseñarnos una realidad desconocida de una manera visual sin reservas. Postludio.

Mi propia conclusión, a falta de que alguien me lo explique de una manera razonable y entendible, es que la muerte es un cambio de conciencia, es solo un tránsito hacia otra dimensión igual de real que ésta y que yo he tenido la suerte de sentir de una manera placentera y edificante. La ciencia, a día de hoy, no tiene respuestas sólidas para estos acontecimientos aunque científicos de todos los lugares del mundo, imparciales y sin prejuicios, hayan estudiado el fenómeno que se ha dado en múltiples lugares del planeta. Sus conclusiones son diversas, inexactas, inconsistentes e indemostrables, por eso siguen investigando. ¿Quién me puede asegurar que esta realidad que vivimos es la verdadera realidad? Nuestro tránsito por esta vida es el camino durante el cual tratamos de buscar rendijas que nos lleven a la verdadera realidad y ésta, tiene que estar en otro lugar. Lo que sí puedo asegurar ahora es que la libertad y la felicidad total sólo se consiguen con la muerte de este cuerpo en el que estamos encerrados. Mientras tanto, no espero nada a cambio de lo que hago, porque sólo hago lo que me apetece sin hacer el mal a nadie. Este es el propósito que tengo la intención de cumplir. Epílogo.

Hay una frase leída en alguna parte que dice: ”Entre dos instantes perceptibles, siempre hay un instante imperceptible”. Mucho he meditado sobre ello. Éste puede ser el instante accidental que experimenté a falta de una interpretación mejor a mi relato ya que durante el trance, el tiempo y el espacio fueron magnitudes inexistentes, al menos tal como las conocemos en este mundo limitado.

Por mi parte, aquí estoy, a la espera. En el quicio de la puerta. Siempre preparado para la travesía hacia donde el alma repose plácidamente. Allí os esperaré, cuanto más tarde mejor, para ayudaros, si así lo queréis, a pasar el lance de manera leve y sin sobresaltos. Estoy convencido de que todo ser humano ha venido a este mundo para ser feliz pero la muerte, a pesar de la incertidumbre que nos crea, no debe servir para que esta felicidad termine, sino para trocarla en eterna. Smorzando.
A lo lejos, una pareja baila muy junta, sin mirarse apenas, un tango tañido en un viejo bandoneón con abandono y apáticamente cantado en la usada jerga rioplatense del lunfardo. No me queda nostalgia, vivo el momento presente como si fuera el último, apuro los instantes que me quedan con placer apartando de mí la parte malévola que en mayor o menor medida todos llevamos dentro. Y cuando mi tránsito por este mundo haya llegado a su final e inicie de nuevo el viaje hacia la luz, me iré silenciosamente, sin llantos, no quiero tristezas a mi lado, porque eso indicará que he conseguido mi propósito: hacer felices a los demás. Da capo.

 

 

P.E. Por si acaso hay algún incauto lector que haya creído, al leer estas líneas, que esto ha pasado en la realidad, o que hay en ellas algún dato autobiográfico, le diré que todo ha surgido de mi imaginación, incluso lo de mi amor platónico por una mujer concreta de película.
Estas líneas las envié hace poco a un Certamen de Narración Breve…..y no gané. Lo más probable es que el Jurado me tenga manía.

 

 

 

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Javi

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«El que haya elegido Getxo para vivir, siempre tendrá la sensación de haber elegido bien».

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